La tercera dosis de la vacuna.

Esta semana, el presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, ha dicho que supedita esa decisión al estudio de seroprevalencia que se está llevando a cabo en las residencias andaluzas. Y que el Gobierno andaluz estará siempre a expensas del resultado de este estudio para solicitar formalmente su petición en la comisión interterritorial de Salud.

La Comisión de Salud Pública aprobó este martes la inoculación de una dosis adicional contra el COVID para pacientes inmunodeprimidos en los que exista un riesgo elevado de que se produzca una respuesta inmune inadecuada a la pauta convencional de vacunación. No obstante, esta decisión debe ser respaldada por el Consejo Interterritorial de Salud.

No obstante, Moreno ha insistido en que es necesario dar el tiempo suficiente al estudio para ver las conclusiones: “Vamos a esperar un poco a tener ese estudio de seroprevalencia para abrir un debate que está en la calle y en el mundo científico de saber hasta dónde llega el nivel de protección de las vacunas que hemos puesto y si hay que poner una tercera dosis o no”.

Creo que ese debate está equivocado, porque deberíamos plantearnos si es necesaria una tercera dosis de la vacuna contra la COVID en los países de mayor renta, cuando menos del 2% de la población de los países más pobres está protegida frente a la enfermedad, según la OMS. Sin embargo, los países más ricos se disponen a destinar varios cientos de millones de vacunas más a una tercera dosis.

De hecho, países como Estados Unidos, Reino Unido, Israel, Alemania o Francia ya han comenzado en septiembre a inocular la tercera dosis de la vacuna contra el coronavirus para su población más vulnerable y para los mayores de 65 años. En las últimas horas se ha sumado también España, aunque solo para un colectivo: los inmunodeprimidos. Desde luego, es prueba del fracaso moral de Occidente, que sigue sin tener una visión global para mitigar las desigualdades agudizadas ahora por la pandemia.

Esto no solo refleja una falta de mirada ética sobre el mundo por su insolidaridad -nadie debería morir por un virus que se puede erradicar por la sola razón de vivir en un país que no puede permitirse producir o comprar una vacuna -, sino un cortoplacismo autodestructivo de Occidente, difícil de entender con lo fácil que es la propagación y el contagio.

No hace falta hablar de igualdad para reparar en el enorme riesgo que supone que solo los países ricos vacunen a sus poblaciones -planteándose incluso la opción de una tercera dosis- cuando el virus puede seguir propagándose por las tres cuartas partes del planeta y mutando. Porque la posibilidad de que un portador del virus llegara a las naciones más ricas y lo propagara nuevamente siempre estaría abierta.

Si algo nos ha enseñado el coronavirus es que los desafíos globales -y este lo es- deben abordarse desde una mirada global, y que para superar esta pandemia la amenaza de la enfermedad debe ser eliminada en todos los rincones del planeta. Convertir a la vacuna en un indicador más de la desigualdad es, además de obsceno, la confirmación definitiva de que sigue sin entenderse nada: el verdadero interés nacional aquí reside en el altruismo con los países más pobres. Creo que ha llegado el momento de detenernos a decidir en qué mundo queremos vivir.

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