Flores el Gaditano. Un siglo de arte

Después de ejercer otras profesiones en su juventud, como la de churrero o incluso un conato como boxeador, Flores comienza a frecuentar los ambientes flamencos del Campo de Gibraltar en los años cuarenta. Había comenzado a coquetear con la música cantando tangos argentinos, que dominaba gracias a su voz clara y poderosa.

Sin embargo, el ambiente de la Algeciras de la época le lleva a convivir con los flamencos del entorno, primero con el guitarrista Manitas de Plata, que fue quien le hizo cantaor; y luego con toda la galería de cantaores y artistas del ambiente flamenco del Campo de Gibraltar en los años cuarenta, como Antonio El Chaqueta, Rafael El Tuerto, Macandé, Antonio Sánchez Pecino, Jarrito….

En esa época, Flores desarrolla un amplio conocimiento de los cantes, que ejecuta en los cabarets de la ciudad. Sería en una de esas plazas flamencas, en el recordado Café Piñero, donde pondría en marcha una de sus creaciones: El primer grupo flamenco de la historia. El joven Flores lo había visto en los tríos de cantantes mexicanos y decidió exportar el formato a los palos flamencos, primero con Roque Montoya Jarrito y luego con Juan Pantoja Chiquetete, con quien formaría el trío Los Gaditanos junto al guitarrista Manuel Molina El Encajero.

Era el año 1949, cuando Flores convence a sus compañeros para ir a Madrid a probar suerte con el grupo. Llevaban varios temas preparados, entre ellos una canción, Qué bonita es mi niña, que terminaría convirtiéndose en éxito mundial. Después de varios meses probando fortuna sin suerte en la capital, cuando ya parecía todo perdido, deciden visitar a Manolo Caracol y Lola Flores para cantarles. Fue la puerta a una fama inesperada. A los meses estaban grabando para Columbia y dando la vuelta al mundo con su asombrosa invención del trío flamenco.

Sería el comienzo de tres décadas en las que fueron referente y cabeza visible del panorama flamenco y musical español. Pasaron por todas las principales compañías de la época, como las de Caracol y Lola Flores, la de Pepe Pinto, la de Valderrama o la de Rafael Farina.

En los setenta, la muerte de su compañero Chiquetete sume a Flores en la tristeza y el silencio, hasta que reapareció años después con otra invención, Florentino, el cantaor de la doble personalidad, innovando también con la introducción del humor en el espectáculo flamenco.

Dotado de una gracia natural, propia de los artistas gaditanos del pasado siglo, Flores compaginó esta faceta en solitario con el conocimiento de los cantes, a partir de unas vivencias privilegiadas (fue el primero en grabar el fandango de Macandé, al que se lo escuchó directamente; intérprete del fandango de Corruco, al que también conoció; de la petenera de La Niña de los Peines, que la propia Pastora le enseñó; de la soleá de Tomás Pavón o de la malagueña de El Mellizo).

A todo ello, Flores le sumó una producción literaria y compositora extensísima, con casi una decena de libros publicados y más de 1.500 canciones registradas en la Sociedad General de Autores.

Fue también precursor de nuevos talentos, como demostró con su gestación del Trío Juventud (Ana María Espínola, Beatriz Calderón y Jesuli, un corpus musical que luego influiría en un niño Alejandro Sanz para su nacimiento como artista) o con la enseñanza temprana de un jovencísimo José Carlos Gómez, que terminaría deslumbrando como un genio de la guitarra.

Un siglo de una vivencia vinculada al arte, para el que cualquier semblanza de obituario se quedaría corta. Una vida casi tan larguísima como su producción y su talento. Y un legado que permaneció siempre arraigado a su tierra, donde decidió emplear los últimos años de su vida, en su casa de La Bajadilla, en una obcecada tarea diaria de componer, escribir y cantar.

 

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