En una viñeta, Mafalda nos advierte que las cataratas de certeza brotan, a veces, de los labios más intransigentes: “El problema de las mentes cerradas es que siempre tienen la boca abierta”.
Los filósofos escépticos de la antigua Grecia se empeñaron en combatir las resbaladizas creencias, invitando a cultivar la duda y defendiendo con valentía los matices y las ambigüedades. Decían que no debemos arrojar juicios como piedras a diestro y siniestro.
Por eso, animaban a actuar razonablemente, pero sin jactarse de ello. Afirmaban que debemos ir siempre con cautela: “No digas así es”, sino “me parece que es así”, si queremos liberar a la humanidad de la inquietud, la hostilidad y el conflicto.
Pero todo eso ha cambiado. En los años de ETA, la palabra invadió el vocabulario político español, los equidistantes eran quienes se colocaban a mitad de camino entre los terroristas y la democracia, entre los que mataban y los que morían, lo que en la práctica los colocaban junto a los verdugos.
Dante despreciaba tanto a esa clase de tipos que en la Divina comedia los condenó al rincón más abyecto del infierno, llamándolos los tibios. Aquellos que, en tiempos de crisis profundas, no toman partido, se ponen de perfil.
¿Llevaba razón Dante? ¿Son tan abominables quienes no se decantan ni por unos ni por otros? ¿Es siempre la equidistancia un crimen o, como mínimo, una infamia?
No siempre. De hecho, no lo es casi nunca, al menos si atendemos a los más grandes sabios del mundo. Platón y Aristóteles abogaban por el “justo medio”, y repetían que en el término medio está la virtud. Así también lo trasmite la sabiduría popular.
Esta es la verdad; o lo es casi siempre. También en política. La libertad y la igualdad son valores indispensables, pero la libertad llevada al extremo socava o destruye la igualdad, mientras que la igualdad llevada al extremo socava o destruye la libertad.
Así que, lo ideal consiste en hallar el justo medio entre libertad e igualdad, un equilibrio -inestable, complejo, cambiante- que permita la máxima libertad compatible con la máxima igualdad: lo ideal es la equidistancia entre libertad e igualdad.
En el caso de los años salvajes de ETA es válido: entonces, por muchos errores que cometiera la democracia española, era una infamia permanecer equidistante entre el terror y la democracia; pero los ejemplos podrían multiplicarse.
En la II República se cometieron errores, en 1936 era indecente permanecer equidistante entre un golpe de Estado y un Gobierno democrático, por muy pobre y frágil que fuera, o precisamente porque lo era.
Los yerros del Gobierno del PP en la Cataluña de 2017 son notorios, pero entonces también fue inmoral mostrarse equidistante entre la democracia y quienes arremetieron contra ella en nombre de la democracia.
Es otra de las infinitas razones que aconsejan evitar las crisis profundas: porque, cuando estallan, el centro se hunde, la virtud del término medio se vuelve impracticable y, a menos que te resignes a la infamia, no queda más remedio que tomar partido.
Ocurre ahora en el Congreso. En lugar de discutir sobre los problemas que afectan a la ciudadanía, desde los precios de los alimentos a los pisos turísticos, nos pasamos el día mentando a jueces, fiscales, cloacas policiales y cavernas mediáticas.
Pero, en el día a día, nuestras políticas, de la reforma laboral a la deuda pública, pasando por la energía y la imposición verde, transitan por los serenos cauces de la moderación, tanto en términos históricos como comparados con otras naciones.
La causa de esta dualidad es que PSOE y PP practican lo que podríamos llamar “partidismo zen”. A diferencia de sus compañeros en sus respectivos grupos del Parlamento Europeo, PSOE y PP se atacan de manera despiadada. Dialécticamente, se lanzan a la yugular del otro, tratando de desacreditarlo como opción de gobierno.
Pero estos discursos hiperventilados solo explican, y también reflejan, la fuerte polarización afectiva que existe en España. Nuestros socialistas sienten mucha antipatía por los populares y viceversa. Pero, en la mayoría de cuestiones centrales, la distancia entre una persona del PSOE y otra del PP es pequeña.
Y eso se traduce en que, cuando hay cambio de gobierno, no hay un terremoto en las políticas. PP y PSOE son centrípetos en política, aunque sean centrífugos en retórica. De hecho, pagamos un precio alto -el griterío constante- por tener políticas sensatas. Pero, a diferencia de otros, las tenemos.
Esto lo saben desde Confucio hasta Mbappé: en política como en casi todo, el ideal es el justo medio, el equilibrio, la medianía y la equidistancia. Cuando dejan de serlo, mal rollo para un país.