La revolución de los ricos. Por: Ángel Luis Jiménez

Hablar de los pobres ya no moviliza a nadie. Quizás deberíamos hablar más de la vida e ideas de los ricos, porque si lo hacemos, la ciudadanía, que está ahora bastante callada y dormida, se subleve.
La concentración de la riqueza ha pasado a ser monstruosa. Hoy día, unas pocas personas poseen el equivalente a lo que poseen 3.000 millones de personas en el mundo. Según opinan algunos, esto no importaría, si esos miles de millones de personas tuvieran lo suficiente para vivir. Pero no es así.
Con los ricos vivimos situaciones surrealistas, como cuando la junta de accionistas de Tesla, aprobó que Elon Musk recibiera un bonus por 56.000 millones de dólares. Llama la atención que alguien crea que se ha ganado este dinero, y en un año. Además, ese alguien, al mismo tiempo, es un feroz enemigo de los sindicatos. Le molesta la mera idea de que existan y hace cuanta está en su mano para combatirlos, en Estados Unidos y en el mundo.
A Musk le acompañan otros millonarios tecnológicos como Bill Gates (Microsof) y Mark Zuckerberg (Facebock), que además de ser multimillonarios, son excepcionalmente poderosos (social, cultural y políticamente), porque controlan medios de comunicación importantes –concretamente, plataformas y redes sociales clave-, algo que no tiene parangón en la historia reciente. Ahora, para colmo, Trump va a crear un Departamento de Eficiencia Gubernamental, y Elon Musk será quien lo lidere.
Los analistas se preguntan por qué alguien con cientos de millones de dólares puede anhelar tener cientos de millones más. Hay pocas cosas que no se puedan comprar con 500 millones de dólares, entonces, por qué marcarse como objetivo amasar 1.000 millones. Porque “multimillonario” es un estatus. No importa el poder adquisitivo, sino el prestigio y el poder que esto confiere en relación con los pares. En un equilibrio “riqueza/estatus”, es inevitable que los ultrarricos se vuelvan locos por amasar una fortuna cada vez mayor.
Puede que tenga sentido que la sociedad recurra al conocimiento de quienes tienen experiencia en un determinado tema, pero es contraproducente acrecentar el estatus de quienes ya tienen mucho estatus (y se esfuerzan denodadamente por aumentarlo). Por supuesto, no sólo es culpa de los multimillonarios que la política estadounidense esté alimentando una desigualdad gigantesca. Sin embargo, en ese contexto de creciente desigualdad, los ricos deberían hacerse responsables si utilizan mal el inmenso estatus que les confiere la riqueza.
Porque si los multimillonarios irresponsables ya ejercen demasiada influencia social, cultural y política indebida, lo último que deberíamos querer es darles foros públicos aún mayores, como el que obtiene Musk de X, su propia red social (antes Twitter). En su lugar, para empezar, deberíamos buscar medios institucionales más fuertes que limitaran el poder y la influencia de quienes ya son privilegiados, así como reconsiderar las políticas impositivas, regulatorias y de gasto que crearon semejantes disparidades gigantescas de rentas.
Sin embargo, el paso más importante también será el más difícil. Necesitamos empezar a tener una conversación seria sobre lo que deberíamos valorar, y cómo podemos reconocer y recompensar los aportes de quienes no manejan fortunas gigantescas. Si bien la mayoría de la gente coincide en reconocer que hay muchas maneras de contribuir a la sociedad, y que destacarse en la vocación que elegimos debería ser una fuente de satisfacción individual y de estima para los demás, hemos desdeñado este principio, y corremos el riesgo de olvidarlo por completo.
Ahora, nadie sabe lo que hará Trump, creo que tampoco él lo sabe. Así que, en este mundo de caos, donde la riqueza extrema alcanza niveles inusitados, quizás convenga recordar el significado del estallido social de Mayo del 68. No solo los estudiantes, sino también los jóvenes obreros de las grandes fábricas, pusieron en solfa el sistema social, económico y cultura en el que vivíamos. Las consecuencias fueron múltiples y algunas de ellas tan simple como el júbilo de participar en la vida pública. Esa alegría y diversión parece haber desaparecido de la política actual, no solo en Francia, sino en todas partes. España incluida, donde los políticos de cualquier tendencia parecen estar amargados. Debemos oponernos a los males de esta sociedad tremendamente desigual y afrontar el mundo en el que vivimos. Porque “mal le va a un país, cuando las riquezas se acumulan y los hombres decaen”, como decía ya en 1770 el escritor irlandés Oliver Goldsmith.