Al final de este verano recordaba a Ernest Hemingway y sus crónicas escritas en 1959 sobre varios hechos sangrientos que ocurrieron aquel año en los ruedos de España y que comenzaron en la plaza de toros de Valencia. No en balde decía que “una guerra es algo que nadie se quiere perder” y, por supuesto, no se quería perder esa guerra sangrienta entre las figuras del toreo de aquella época Ordoñez y Dominguín.Desde el punto de vista taurino, las crónicas pueden ser calificadas como un testimonio original centrado en la competencia que a lo largo de esa temporada mantuvieron en los ruedos Ordoñez y Dominguín. Lucha a muerte entre los dos, con una peculiarísima visión, argumentando novelísticamente que ambos iban a morir en el ruedo en su encarnizada lucha por ver quién de ellos cogía el número 1 del escalafón. Qué absurdo.He sido aficionado, porque mis padres y abuelos lo fueron y me llevaron desde pequeño a la plaza de toros de La Perseverancia, aunque siempre con cierta desazón por la crudeza de la lidia. Fui un buen aficionado hasta que crecí por encima de mi entumecimiento cultural. En eso consiste precisamente civilizarse. Y comprendí que torturar a un ser vivo exige desarrollar una falta de compasión que sin duda tiene que tener consecuencias peligrosas para la sociedad. De hecho, en España hemos ido progresando y creo que somos más empáticos y menos feroces, como ejemplo -aunque algo antiguo- el que los caballos de los picadores salieran con peto para que los toros no mataran a varios caballos en cada corrida. Igual habría que cambiar ahora otras suertes para hacerlas menos crueles. Por supuesto, que quede claro que no estoy por la prohibición de las corridas de toros, porque creo que puede proporcionarles oxigeno cuando sin duda están agonizando. Y a las cifras me remito: los grandes festejos se han desplomado casi un 60% en siete años. Según el Ministerio de Cultura los grandes festejos fueron 953 en 2007 y solo 395 en 2014.Pero tengo muy claro, y este verano sangriento más (12 muertos y casi cien heridos graves y menos grave), que hay que prohibir inmediatamente todas las algaradas populares en las que, sin ninguna regulación ni preparación, se cometen verdaderas brutalidades. Estos festejos, llamados populares, de encierros y sueltas de toros en las calles, alcanzaron el pasado año su cifra más alta: ascendieron hasta los 15.848, pero también se incrementaron con los muertos y heridos comentados.El buque insignia de la tortura animal de estas “fiestas populares”, con el sadismo más redondo y abyecto, es el Toro de la Vega de Tordesillas (Valladolid), que se celebra cada 15 de septiembre. Este es un evento, cobarde y atroz, que debe repugnar a todos los taurinos que sienten la fiesta de los toros como tradición o cultura. Y sé que muchos taurinos piensan así porque me lo han comentado. Otros no, como el ganadero Victorino Martin que decía el sábado:”El Toro de la Vega no se toca”.No se puede admitir como tradición un festejo que según sus organizadores comenzó cuando el hijo de una aristócrata falleció corneado por un toro, y la madre dispuso que, como venganza, cada año se matara a un toro de la manera más dolorosa y cruel posible. Naturalmente, ahora no cuentan esta historia porque deja bien a las claras lo que son: torturadores.No creo que pueda considerarse cultura que un animal sea perseguido por una horda de energúmenos a caballo y a pie que, con lanzas y cuchillas atadas a una vara, le tajan y pinchan donde pueden, en un lentísimo martirio hasta la muerte. Y para colmo a este tormento de un animal llevan a los niños. ¿Cómo se potencian estas atrocidades en este país, y se educa a los niños en la celebración de esa barbarie? Mal vamos y el Gobierno que lo permite también.