No sé qué le pasa al cine actual que, salvo honrosas excepciones, siempre repite las mismas historias, las mismas tramas, los mismos actores, los mismos eslóganes y los mismos títulos. Un cine supuestamente comercial, que el espectador está dejando de querer ver. Al menos a mí me pasa.
“Oppenheimer” del director Christopher Nolan, ha llegado a la cartelera entre misiones imposibles, arqueólogos aventureros y muñecas vestidas de rosa.
Seguramente este proyecto sea el más ambicioso de la carrera de Nolan, al recrear la explosión de una bomba atómica sin el uso de efectos digitales.
Esta película es al mismo tiempo un biopic al uso sobre la figura protagonista, un thriller bélico a contrarreloj, un drama judicial en forma de caza de brujas contra el fantasma comunista, y un controvertido estudio sobre si el fin justifica los medios y la moral existencial humana. A mi amigo Fernando, alumno de 13 años del Colegio Salesiano, le ha dejado alucinado. A mí también.
Julius Robert Oppenheimer, nació en Nueva York, en 1904, de padres judíos de origen alemán. Fue un niño prodigio. Estudió en las universidades de Harvard y Cambridge. En 1929 se incorpora a la Universidad de California como profesor auxiliar de Física. Y en 1942, con 38 años, el presidente Roosevelt le ofrece la dirección del centro de investigación atómica de Los Álamos, donde se fabricará la bomba atómica.
En Los Álamos tiene bajo sus órdenes a más de 5.000 personas, entre ellos los más destacados científicos del momento. Pero después de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, Oppenheimer sufre una profunda conmoción, que le lleva a negarse a fabricar la bomba de hidrogeno. Por ello, fue procesado.
El propio J. R. Oppenheimer confesó que, cuando vio el alcance aniquilador de su obra, se le vinieron a la mente las palabras del texto sagrado hinduista Bhagavad-gītā:”Ahora me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”. Esta frase se repite, varias veces, en la película.
En 1954, Oppenheimer será una de las víctimas de la “caza de brujas” del Senador McCarthy. El F.B.I. reúne un voluminoso expediente, donde se le considera un “peligro para la seguridad” de Estados Unidos. Condenado en el proceso por sus escrúpulos morales con la bomba de hidrogeno, será separado de todos los cargos oficiales y actividades de investigación.
Sin embargo, el 2 de diciembre de 1963, el presidente Johnson le otorga el premio Enrico Fermi, máxima distinción científica de la época, en reconocimiento a la actividad desarrollada en el campo de la energía nuclear durante los años críticos de la II Guerra Mundial.
Oppenheimer nunca reconoció haber cometido delito alguno. Sólo fue víctima de unas lamentables circunstancias políticas: el macartismo de los años cincuenta en Estados Unidos. El senador MacCarthy se erigió como definidor de la nueva libertad contra el comunismo, obligando a todo el mundo a aceptar su definición de “mundo libre”, desmentida todos los días en el subcomité del Senado que presidia.
Para el macartismo, el delito de Oppenheimer era la “traición por pensamiento”. MacCarthy había recomendado incluir este delito en los códigos penales. Y, de hecho, los descubrimientos fundamentales de la física nuclear fueran protegidos por la autoridad militar como el más riguroso de los secretos, y sus
laboratorios vigilados como objetivos bélicos.
J.R. Oppenheimer se preguntaba qué hubiera sido de las ideas de Copérnico o de los descubrimientos de Newton en esas condiciones. Y, si al ceder los frutos de las investigaciones científicas a los militares, sus consecuencias acarrearían una traición al verdadero espíritu de la ciencia.
También cuestionaba esa lealtad excesiva, demasiado grande, harto incondicionada, de los físicos a los Gobiernos de EEUU, no solo con la bomba atómica, sino también con la bomba de hidrogeno o elaborando medios de destrucción masivos, cada vez más perfectos, en el campo de las armas biológicas y químicas.
En su alegato contra la sentencia del Comité de Investigación, Oppenheimer declaró que no pensaba participar nunca más en proyectos de guerra, porque la humanidad contemplaba con terror los descubrimientos de los científicos, y cada nuevo hallazgo suscitaba nuevas angustias de muerte.
Hoy, la energía nuclear ya es fácil y poco costosa de obtener en todas partes, dando lugar a otras clases de igualdad, y los cerebros artificiales de entonces o la inteligencia artificial (IA) de ahora, pueden servir para avanzar en medicina o en el estudio del cambio climático. Aunque Stephen Hawking, el célebre científico británico, decía que “el éxito en la creación de la inteligencia artificial (IA) podrá ser el evento más grande en la historia de la humanidad. Desafortunadamente también será el último, a menos de que aprendamos cómo evitar los riesgos”.
El dilema entre ciencia y sociedad está claro para la UNESCO. La ciencia es la mayor empresa colectiva de la humanidad. La ciencia debe estar siempre al servicio de la humanidad. La ciencia nos permite vivir más tiempo y mejor. Cuida de nuestra salud y alimenta nuestro espíritu.
Los gobiernos deben basar sus políticas en información científica de calidad y los parlamentos, que legislan sobre cuestiones sociales, han de conocer las últimas investigaciones en la materia. Los científicos han de comprender los problemas a los que se enfrentan los gobernantes y esforzarse en buscar soluciones pertinentes y comprensibles para los gobiernos y la sociedad en general. La ciencia, la tecnología y la innovación deben conducirnos siempre hacia un desarrollo más equitativo y sostenible. ¡Ojalá, sea así!