El reciente fallecimiento de Jimmy Carter me da la oportunidad de recuperar el conocido como “discurso del malestar” (malaise speech, en inglés), uno de sus alegatos más célebres, que fue televisado el 15 de julio de 1979. El pasado nos ofrece ecos que, descifrados, nos ayudan a entender nuestro presente.
“Por primera vez en la historia de nuestro país, una mayoría cree que los próximos cinco años serán peores que los anteriores”, expresó Carter. El presidente norteamericano alertaba sobre la “crisis de confianza” que sufría la sociedad y que “amenazaba con destruir el tejido político y social” producto de “la autoindulgencia y el consumo”. “La identidad humana ya no se define por lo que uno hace sino por lo que uno posee”, concluía.
La España de la actualidad dista mucho de los Estados Unidos de finales de los setenta. No tenemos una inflación de dos dígitos, en 2024 se ha creado otro medio millón de empleos, situando la cifra de cotizantes a la Seguridad Social en más de 21 millones, y nuestra economía se muestra como una de las más dinámicas de Europa.
Sin embargo, algo recuerda al clima de desconfianza de entonces por los bulos y mentiras. Sin olvidar la Gran Recesión de 2008, la pandemia del Covid y la incertidumbre actual con dificultades ciertas para la clase trabajadora, principalmente por el disparatado precio de la vivienda que se come el menor incremento de los sueldos.
Durante la última década se ha ido construyendo un nuevo universo distorsionado. Las redes sociales han ganado a los medios en la batalla de la atención. Muchas personas en redes se fueron sumando a la producción masiva de falsedades para beneficiarse de los clics en los anuncios. La poca prensa que sobrevivía se ha rendido a producir contenidos virales para las redes. Pero para que la mentira haya prosperado, la clave la tienen las élites, sobre todo la de los partidos políticos como pasa con el PP.
La extrema derecha se ha hecho fuerte magnificando los temores existentes y prometiendo una vuelta a los viejos buenos tiempos, una idealización de “la España feliz” situada, en el mejor de los casos, a mitad de la década de los noventa, cuando el país estaba sufriendo una recesión y un bache de legitimidad institucional a causa de la corrupción. En el peor, se reivindica de manera desacomplejada el franquismo de Cine de Barrio, no el de las cartillas de racionamiento, el hambre, la emigración, la represión y las fosas todavía existentes.
A la izquierda, crítica por naturaleza, se le está dando mal surfear esta ola en la que tiene que equilibrar lo bueno conseguido con la reivindicación de lo que se busca lograr, un horizonte que conlleva fronteras éticas y económicas. La respuesta progresista debe manejar el miedo y los límites sin arrogancia ni desdén. Primero, restituyendo la confianza en una democracia que se demuestre útil para todos. Segundo, afirmando que los límites son decisiones colectivas y no imposiciones individuales. No es sencillo poner a bailar al optimismo con nuestra realidad, pero es más necesario que nunca para recuperar la clarividencia.
Así que, si de lo que se trata es de mejorar el mundo, quien acierta siempre es Kant, que argumentaba que no es posible actuar correctamente sin esperanza: la esperanza aspira a cambiar las cosas, porque si sucumbimos a la tentación del pesimismo, el mundo tal y como lo conocemos está perdido. Fue Gramsci quien decía al proletariado de su época (1920): “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Este pesimismo esperanzado, que postulaba Gramsci, era el de no esperar nada, o esperar lo peor, mientras se pelea para conseguir lo mejor. Ciertamente, si nos lo proponemos, otro mundo es posible.