“En 1893 el pintor paisajista y crítico de arte judío-holandés Jozef Israëls (1824-1911) realizó un viaje por España junto a su hijo Isaac Israëls, y el joven poeta Erens, amigo de su hijo, que después reflejará en un informe, en el que se enfrenta con la cultura y el arte español, poniendo de manifiesto las diferencias y semejanzas con la cultura neerlandesa en los aspectos sociales, económicos, religiosos y artísticos. Los pensamientos y observaciones los refleja tanto por escrito como a través de apuntes y sencillos bocetos a lápiz y acuarela que utiliza para ilustrar el texto que publicó primero en Holanda, en 1899, y posteriormente en Londres en 1900 y finalmente en Berlín en 1906, para acercarnos al relato de este interesante viaje reproducimos la traducción realizada por Pilar Martino Alba en 2005. llegamos a Gibraltar por ser el mejor punto de travesía hacia los territorios españoles colindantes, y poder así desde allí llegar a Granada. Finalmente, navegamos hasta la pequeña ciudad de Algeciras.Algeciras es una pequeña ciudad portuaria en el Mediterráneo, justo frente a Gibraltar, y cuando en los cañones de la fortaleza se tiran salvas que indican la salida y la puesta del sol, así como la apertura y cierre del catillo, entonces se oye retumbar desde el otro lado del mar por toda la pequeña ciudad. A la vera del mar este animado lugar ofrece su mejor aspecto. Hay cafés al aire libre por todas partes y los hoteles están llenos de marineros procedentes de todas las naciones; también hay aquí soldados ingleses vestidos de rojo, pero se trata solamente de huéspedes entre la multitud. Personas con turbantes que proceden de Tánger, comerciantes judíos de Cádiz con sus gorritos negros y Kaftanes largos de seda, mujeres con encantadoras vestimentas de seda de mangas anchas y velos. Era mediodía cuando llegamos y buscamos alojamiento. Un robusto mozo de equipaje, de buena presencia, con las piernas y el cuerpo morenos llevaba todo nuestro equipaje sobre la cabeza y bajo los brazo; nos abrimos camino entre el gentío, y nuestro mozo, a quien las gotas de sudor le caían por todo el cuerpo, finalmente nos señaló la casa del posadero que nos había sido recomendada. Como si se tratase de un hidalgo español, nos recibió en la escalera y no nos dejó entrar. Su casa era demasiado buena, como para que en una ocasión como la actual hubiese habitaciones libres. Nos preguntó si es que acaso no sabíamos que era día de feria. Nos mostró de forma ruda y obstinada el comedor, donde flores y velas adornaban las muchas medias fuentes y donde no había ni un sitio libre, todo estaba ocupado y aún había mucha gente a la que había que negar la entrada. Ahí estábamos nosotros; en cualquier caso nuestros rostros atónitos causaron lástima en el arrogante dueño del establecimiento, así que nos llamó y con el rostro lleno de dignidad y el dedo apoyado en la frente en actitud pensativa, nos informó que en la calle que un poco más adelante conducía a la parte alta de la población vivía una tía suya que seguramente nos daría alojamiento. Nuestro Atlas estaba sentado pacientemente a la puerta, sobre una de las maletas, y de nuevo cogió tranquilamente lo trastos para llevarnos hasta la casa indicada.Delante de la puerta o, mejor dicho, abertura de esta extraña y ruinosa morada, había una despabilada muchacha española, con una pañoleta de seda de color amarillo, espeso pelo negro y cara roja y redonda; estaba conversando con una vieja y arrugada señorita que paseaba arriba y abajo por la empinada calle empedrada con toda clase de los más puntiagudos adoquines. Manifestamos nuestra petición de alojamiento y se nos escuchó amablemente; la colorida cortina que cerraba y al mismo tiempo sustituí a la puerta, fue echada a un lado y subimos la oscura escalera de piedra con la vieja y parlanchina anciana. Evitamos cuidadosamente agarrarnos al sucio pasamano, y después del empinado ascenso nos enseñó la habitación, eso era todo lo que tenía para nosotros tres. ¡Vaya cuarto! Pequeño y oscuro, con un pequeño ventanuco, suelo de piedra rojiza y una cama, colocada al revés y que tenía un aspecto miserable. ¿Qué podíamos hacer aquí? O tumbarnos a dormir en el suelo o colgarnos de la ventana o pernoctar sobre esas dos tristes sillas. Indignados y sin mediar palabra nos precipitamos a toda velocidad escaleras abajo y le dijimos a nuestro criado, sentado abajo sobre las maletas, lo que nos había ocurrido. Qué felicidad que la paciencia y la fuerza se ahorren tan a menudo, ya que en lugar de refunfuñar contra sus señores, dijo tranquilamente que eso le había ocurrido con frecuencia, pero que ahora nos conduciría hasta el lugar donde él sabía con seguridad que tendríamos sitio. Otra vez calle abajo felizmente al exterior en dirección a la ribera del mar. El susto ante la posibilidad de tener que pernoctar en aquel oscuro penal todavía nos provocaba temblor de piernas. Por fin las maletas fueron depositadas por tercera vez frente a un extraño hotel, una especie de casa del marinero; delante de la puerta había un montón de ellos bebiendo y jugando a la cartas. Atravesamos la puerta, una auténtica cueva de ratas, y no éramos capaces de adivinar dónde nos podíamos alojar, pero Perelló, nuestro fantástico guía, fue delante y nos señaló en el rincón una escalera por la que teníamos que subir.Llegamos a una posada alegre, donde todo estaba preparado para la celebración de la feria anual: una larga mesa con flores de papel de colores sobre el mantel blanco estaba puesta para diferentes personas. Aquí un joven vestido de torero nos dirigió la palabra cortés y amigablemente y dijo que nos podíamos sentar. Todo esto habíamos sacado en claro, pero aún no era suficiente, teníamos que hacernos con un alojamiento para pasar la noche. Ahí estaba el problema. Pero el pequeño y ágil hombrecillo fue con nosotros por la casa. ¿Era una casa, una torre o un sótano? Y, a pesar de todo, ¡oh milagro! Había un dormitorio con una cama para cada uno de nosotros.Acogedora y curiosa nos resultó la cena de celebración de la feria anual; algo burdo y singular en medio de estos tipos extranjeros y de las mujeres y chicas que nos sonreían, pero a las que no entendíamos. Felizmente, todo discurrió sin discusiones ni desgracias, y nos alejamos disimuladamente de este grupo un tanto peligroso.Estuvo bien que, con una goteante vela de sebo en la mano, y cansado del mucho rudo que había alrededor, no pudiese ver correctamente la habitación que me habían asignado; me quedé dormido sin preocuparme de nada. Oí los cañones de Gibraltar; pero me volví a dormir y cuando me desperté, vi que delante de mi cama habían corrido una cortina para protegerme de la luz de la mañana que entraba por la ventana situada frente a mi lecho. Miré a mi alrededor con curiosidad. No me gustaba; esta era la habitación más pobre en la que había estado nunca. La puerta que yo creí haber cerrado, estaba un poco abierta y de ella colgaba la gran cerradura oxidada junto a su llave. Algunas gruesas vigas de color rojo iban de un lado a otro del techo, las desnudas paredes tenían manchas azules y estaban dañadas con grandes y grises agujeros, de los que habían sido extraídos los clavos, el suelo era de baldosas rojas, pero tan desgastado que la única silla disponible estaba inclinada por los cascotes. ¿Dónde estaba el lavabo? Bueno, para lavarme tendría que bajar seguramente a la bomba de agua y utilizar la toalla común. Aquí no había nada, ni encima ni debajo de la cama. Por suerte mis ropas no habían tocado el suelo, pero cuando ya me había medio vestido me paré; no podía aguantar más tiempo este aislamiento de la luz con esfuerzo separé la cama de la ventana y vi que la pobre cueva de fantasmas en la que había dormido se había convertido en un palacio para Aladino. La ventana liberada de su cortina se abrió y dio paso a un balcón enrejado. En realidad el balcón estaba desmoronado y lleno de trozos de cal, la reja estaba oxidada y torcida, pero yo había investigado todo con desconfianza, y comprobé que era resistente y fuerte; coloqué allí la silla que había visto hacía un momento, y ahí estaba yo sentado con el mar Mediterráneo a mis pies, Gibraltar frente a mí, la costa de África a mi izquierda, las azuladas montañas de España arriba a lo lejos y todo esto en este delicioso ambiente, bañado en este fantástico aire; mi alrededor volaban cientos de golondrinas que entraban y salían por la ventana, y las montañas en la lejanía y el mar delante de mí se adornaban con toda clase de colores y efectos de sombra creados por las nubes. Pequeños barcos de vapor, como si se tratase de un diminuto objeto decorativo, se alejaban o se acercaban. Los marineros cantaban en las jarcias de sus barcos, personas y carros originaban movimiento y vida, y yo, sobre todos ellos, como en un trono, allí estaba sentado en mí desmoronado balcón como un vencedor inaccesible que deja que todo aquello se mueva y trabaje para su disfrute particular.A Jozef Israëls el barullo y la alegría de la feria de Algeciras le parece una balsa de aceite y un remanso de buenas maneras comparadas con las fiestas populares holandesas.A través de calles largas y empinadas, cojeando y tropezando sobre el adoquinado en mal estado, fuimos travesando entre muchos visitantes de la feria la desordenada ciudadela que, con placitas y torrecillas bajo la luz de la luna, ofrecía un aspecto pintoresco. Por fin llegamos a la plaza donde se habían montado las carpas y tenduchos de todo tipo. Parecía tratarse de un gran y alargado salón de baile, cuyo techo estaba formado de cientos de pequeños y grandes farolillos, aunque en realidad estaba al aire libre; se podían ver los árboles y sentir la tierna hierba bajo los pies, y la luz de la luna y las estrellas brillaban aquí y allá entre los globos que se movían. Era un alegre barullo el que ofrecía esta feria, la multitud se agolpaba en torno a los hechiceros africanos, cantantes italianos y humoristas; había vasitos con una bebida dulce sobre mesitas puestas bajo un gran toldo, y allí había también montañas de dulces. ¿Dónde estaba aquí el empujarse unos a otros y el detestable griterío que hace de nuestras ferias un manicomio? Los ancianos con su porte digno, los jóvenes charlando y riendo, todos los habitantes de la pequeña ciudad, y también muchos extranjeros y campesinos de las poblaciones colindantes, paseaban de un lado a otro. Entre todos ellos se encontraba una dama que había sobrepasado ya sus años jóvenes, vestida llamativamente mostraba un curioso comportamiento, pero era de hermoso rostro y figura, que, como Fedra, era guiada por dos acompañantes elegantemente vestidas y peinadas. Las tres constituían una aparición tan llamativa, que mi hijo y yo cogimos al mismo tiempo nuestro cuaderno de bocetos y empezamos a dibujar. Para nuestra sorpresa, ella se dio cuenta, sin embargo permaneció de pie sonriendo amablemente, pero la muchedumbre de paseantes le hacía difícil seguir en esa postura de manera que, saludándonos con la mano, siguió su camino. Era una famosa actriz y bailarina de los alrededores con su séquito.Desde lejos, seguimos al trío. Se pararon bajo un dosel extendido frente a una carpa, ahí había sillas preparadas, la multitud formó un círculo a su alrededor, las tres mujeres tomaron asiento y algunos hombres les obsequiaron cortésmente con vino y tarta. Sólo un instante. Dos gráciles jóvenes adornados con cintas en torno a sus sombreros y a sus rodillas y que llevaban castañuelas y guitarras se colocaron detrás de ellas y empezaron a tocar música de baile. En ese momento las tres mujeres se levantaron, se abrazaron y representaron una danza, tal como yo había visto en las fiestas de San Isidro en Madrid, pero aquí el baile tenía un mayor significado, más estilo, más carácter, era al mismo tiempo un baile y una representación mímica; no sólo se bailaba con los pies, sino también con las manos y los brazos, con los ojos y con movimientos de cabeza. La cabeza delicadamente peinada de la bailarina que estaba en el centro era realmente el objeto principal a admirar; alzaba los ojos con embeleso hacia el cielo e inmediatamente después se volvía a agachar como si quisiese coger un tesoro del suelo. Como flotando se daba la vuelta, saludando a izquierda y derecha, dando cientos de pasos hacia delante y hacia atrás, parecía desdoblarse, al tiempo que lanzaba flores, tiraba el abanico al aire y con una inusitada rapidez lo volvía a coger. Esta auténtica bailarina española, era la más querida de los pueblos de alrededor; la gente daba gritos de júbilo, aplaudía a rabiar y al final la rodearon con toda clase de refrescos, regalos y buenas maneras.De hecho esta feria parecía más bien soirée de gente atenta que una feria anual, pero era también una feria española de campesinos. La dignidad y la moderación son atributos con los que los españoles nacen. Sólo en el caso de que surjan arrebatos de odio y venganza, estas personas son tan peligrosas como la mayoría de la gente del sur, que rápidamente deciden pasar a lo más extraordinario. Sólo se podía ver en la lejanía a algunos alguaciles a caballo; todos bailaban y cantaban en grupos, y sobre las tarimas los payasos hacían asombrarse y reír a los campesinos. Cundo habíamos ya disfrutado un poco aquí y allá, y ya habíamos paseado algunas veces arriba y abajo por el bulevar cerrado artificialmente entre los quioscos, regresamos bajando nuevamente por las empinadas calles en dirección al mar, y cuando me fui a acostar en mi pobre dormitorio y me sentía alegre al pensar en los disparos de cañón que me llevarían a mi balcón al siguiente día.La jornada siguiente era el día en que aquí en Algeciras iba a celebrarse una corrida de toros en honor a la feria. Esto para nosotros ya no resultaba tentador, ya que para volver a vivir una cosa así, tiene uno que sentirse como un español. Los tres opinamos que ya teníamos bastante e hicimos nuestros hatillos para volver a ponernos en marcha, esta vez el camino sería desde el pueblo pesquero de Algeciras, en la costa, hasta Ronda, arriba en las montañas.El ir hasta la estación mereció el largo paseo; a la orilla del mar dominaba un intenso movimiento de barcos de vapor que arribaban y partían, los remeros adornados con banderas y gallardetes cantaban al ritmo de los golpes de remo; una activa multitud paseaba endomingada bajo el sol de la mañana”.Permanecí quieto un momento, ya que cuando habíamos avanzado hasta donde estaba deshabitado y silencioso, sobre una elevación vi que había una mujer con un niño en los brazos mirando hacia el horizonte marino. ¡Pero avanza! ¡Vamos a perder el tren si titubeas así! me gritaron los otros. Pero si tu ves menudo lo mismo que nosotros La recriminación era cierta.Repetidas veces había visto lo mismo y tantas veces como lo había llevado al lienzo, y sin embargo, a pesar de ser exactamente lo mismo, no podía saciarme de esa imagen, no podía dejar de disfrutar de la diferencia entre aquí y allá. En nuestro país las figuras están envueltas de pies a cabeza para protegerse del frío, del viento y de la humedad del suelo, alrededor hay dunas de color gris, gris es el mar y el aire lluvioso. Aquí la mujer y el niño estaban vestidos solamente con los imprescindibles, el negro pelo ondeaba a lo largo de las sienes, y un trapo de lana marrón cubría la desnudez de la mujer y el niño. Y esta mujer estaba sobre una elevación del terreno como una imagen que forma una unidad con su zócalo, y se elevaba su silueta vaporosa y delicada recortándose sobre un fondo de suaves montañas de color ágata-azulado, en contraste con el primer plano cálido y soleado. Eternamente lo mismo en ml formas diferentes, esto es. Proseguí sin ganas, pero la vía está aquí, como por todas partes en los alrededores, continué sin prisa y llegamos a tiempo. Hacia delante el camino ascendía a las alturas, atravesando mesetas donde no crecía nada, pero donde de vez en cuando había una corriente de agua plateada que se dirigía abajo con fuerza.