Por Michael Ende.
Noviembre, lunes primero. El mes penúltimo, el de la última ronda. El del día de los difuntos y del cambio de hora, que, emisario de diciembre, llega guardando silencio y con castañas asadas. Noviembre es el mes del misterio.
Leo sobre Liz Taylor y Richard Burton que “al final del verano de 1984 él se despidió de ella por teléfono con un “adiós, amor”. Tenía 58 años. Su viuda prohibió a Tailor asistir al funeral. Ella respetó su decisión y esperó para visitar la tumba. A los pocos días le llegó una carta que el actor le había escrito antes de morir. Nunca habían dejado de escribirse, ni cuando estuvieron casados con otras personas”. Como decía Joanne Woodward, “Nadie entiende las relaciones de los demás. Sólo las personas implicadas saben qué es lo que las mantiene”
Me paro. ¿Acaso hay mayor misterio?
Respiro.
Trato de dejar a un lado todo ese ruido mental.
Conecto con la música del sábado, con mi cuerpo.
Recuerdo. “Haz lo que quieras”. Bendigo a Victor.
Soy sólo una nómada más.
Basta con mirarme al espejo para saber que no hay nada más aburrido que creerme el centro del mundo, nada más lejos del asombro, y que aquí estamos de paso. Podemos despreocuparnos. Soltar, rendirnos, escuchar a lo que la vida nos ha llamado y sin tratar de escurrir el bulto, formar parte del milagro.
Con humildad y alegría.
No somos más que milagro.
…y parte de una Interminable Historia que no hace más que empezar cada día, en cada hora, cada instante, con cada gesto, en cada palabra, en cada ausencia, en este silencio.
Que hoy también tú estés bien.
Y que este lunes sea un día bueno.
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En aquel último segundo, en que ya no tenía ninguno de los dones fantásticos pero no había recuperado aún el recuerdo de su mundo y de sí mismo, Bastian pasó por una situación de inseguridad total, en la que no sabía ya a qué mundo pertenecía ni si él mismo existía de verdad.
Pero luego saltó sencillamente al agua cristalina, se sumergió en ella, resopló, salpicó y dejó que una lluvia de gotas centelleantes le corriera por la boca. Bebió y bebió hasta calmar su sed y la alegría lo llenó de la cabeza a los pies, la alegría de vivir y la alegría de ser él mismo. Porque ahora sabía otra vez quién era y de dónde era. Había nacido de nuevo. Y mejor era que quería ser precisamente quien era. Si hubiera tenido que elegir una posibilidad entre todas, no hubiera elegido ninguna otra. Porque ahora sabía: en el mundo hay miles y miles de formas de alegría, pero en el fondo todas son una sola: la alegría de poder AMAR. Eran aspectos de una misma cosa.
Tampoco más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que Bastian había vuelto a su mundo, cuando se hizo adulto y finalmente viejo, lo abandonó nunca del todo esa alegría. Hasta en los tiempos más difíciles de su vida le quedó una alegría que le hacía sonreír y que consolaba a otros seres humanos.
Las Aguas de la Vida
Michael Ende
(La historia interminable)