Un año más en la víspera del día de los Tosantos se habla más del Halloween que de los Difuntos. En épocas no tan pasadas eran fiestas en las que se visitaban los cementerios para rendir culto a los muertos. Las tumbas se limpiaban y adornaban como si fueran el cuarto de estar de la casa. Al cementerio se peregrinaba con flores y en familia. Era entonces uno de los centros de la vida social. Ahora lo es menos. Hablar de muerte es hablar de dinero, de cuánto podremos gastar o mejor dicho cuánto podrán gastar los que se quedarán a cargo de nuestro cadáver. Y hasta están privatizando los cementerios, que por otra parte siempre han distinguido entre fosa común, nicho y panteón, es decir, entre ricos y pobres, en eso no ha cambiado nada.
Antes la muerte era fea pero familiar y los entierros eran lentas manifestaciones multitudinarias. Ahora la muerte es casi invisible, secreta, escondida en el hospital y convertida en una cuestión medica, reservada, en manos de especialistas. Antes se hacía ostentación del luto y la pena. Ahora el luto sería una extravagancia patológica, un signo de atraso. Sin embargo, el Halloween, que se celebra también las vísperas de los Difuntos, es para niños, jóvenes e inclusive para muchos mayores una feria, un carnaval de cadáveres y un desfile callejero de fantasmas, brujas, monstruos o zombis igualados todos por una muerte de mentira.
Halloween se divierte con una muerte falsa y feliz. Se recuerda a los difuntos olvidándolos y espantándolos con risotadas. Si la muerte real se ha retirado como decíamos a los hospitales y se ha hecho casi clandestina, la muerte ficticia se ha vuelto exhibicionista y escandalosa para no hablar de lo innombrable, de lo que se debe hablar siempre. Porque no hay nada más real ni inquietante que la muerte y cuando no la nombras, no nos engañemos, dices más y se entiende perfectamente a que te estás refiriendo.