-. Son casi una década más joven que en las anteriores olas, apenas 40 años, y en una gran mayoría sin vacunar -solo el 5%-, por lo que se ha disparado el peso relativo de los grupos de edad más jóvenes contagiados -uno de cada 25 veinteañeros por semanas en algunas comunidades- por la enorme circulación del virus entre ellos, debido a los botellones que se han vuelto incontrolables.
A estas alturas de la pandemia del COVID, resulta evidente que vacunarse y llevar mascarilla en público no son “opciones personales”. Cuando alguien rechaza la vacuna o se niega a usar mascarilla está aumentando el riesgo de que los demás se contagien de esta enfermedad, posiblemente mortal o incapacitante. ¿Vale la pena pasar por esto por una noche de fiesta o botellón? No olvidemos los costes sociales y económicos resultantes por no tomar las precauciones debidas.
En un sentido muy real, hay una minoría muy irresponsable que está privando a los demás de vida y libertad. Es cosa difícil de aceptar, lo comprendo, pero parece obvio tras el alucinante espectáculo semanal que nos ofrecen cientos de jóvenes en sus fiestas y botellones con una actitud egoísta e irresponsable. No sé si se dan cuenta que están tirando por la borda el esfuerzo sobrehumano de sanitarios, policías y administración para evitar los contagios y sus efectos perniciosos.
Es cierto que la nueva generación de “nativos digitales” tiene, por primera vez en la historia (o al menos en la historia que conocemos), un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres. Eso cuenta el neurocientífico Michel Desmurget en su reciente libro “La fábrica de cretinos digitales”. Sus datos resultan aterradores y concuerdan con otros estudios que demuestran el impacto de las nuevas tecnologías sobre el cerebro.
No me siento feliz diciendo que los jóvenes son peores que nosotros, aunque ahora algunos pueden arremeter contra las nuevas generaciones contando por fin con cierta base científica. Pensándolo bien, también las nuevas tecnologías están fosfatizando la cabeza de los mayores. Así que, mantenemos la misma ratio de entontecimiento que los jóvenes.
Pero hay una diferencia: antes los adultos eran más restrictivos y en general las familias ejercían un mayor control sobre los adolescentes inmaduros, lo cual tenía su parte buena y su parte mala. Nada que objetar a esos padres que respetan a sus hijos y los educan en la responsabilidad personal; mucho que lamentar en esas familias en las que el adolescente carece de límites.
Hay padres que dirán: trabajo tantas horas, estoy tan agotado que no tengo tiempo; y familias monoparentales que se quejarán aún más, y probablemente con razón; y los profesores dirán que no dan abasto y que no pueden hacer milagros ante la desidia de algunos padres; y los expertos explicarán que las redes amplifican los “malos ejemplos” y que el contagio de las necedades se multiplica, pero, por supuesto, eso no les da ningún derecho a arruinar la vida de los demás.
Al fin y al cabo, todos tenemos responsabilidad, y todos podemos poner excusas, pero el coronavirus no es un juego y los jóvenes no son intocables. Así que, como dice Rosa Montero, más vale que empecemos a remar todos juntos porque no podemos permitirnos que la cansina queja de los viejos contra los jóvenes termine siendo cierta.