No estoy diciendo que Valencia y Madrid no tengan buenos restaurantes en los que extasiarse de placer a un precio razonable, por supuesto que los tiene. Lo que trato de transmitir es que siempre que vemos una fachada majestuosa damos por sentado que el interior también lo es, pero el hecho de que el papel sea bonito no implica necesariamente que el regalo que envuelve nos vaya a gustarEstas fiestas, como cada año, llegaba el almuerzo de empresa y las expectativas gastronómicas estaban realmente bajas. En esos días previos a la Nochebuena los restaurantes trabajan por encima de sus posibilidades, no hay sitio para tanta gente, la comida se sirve fría y el servicio tiene muchos motivos para estar estresado. Por eso me conformo con coger un pedo divertido entre compañeros y compañeras.Camino del restaurante, mis compañeros hablaban, cómo no, de trabajo así que pregunté por el nombre del restaurante para cambiar de tema. Venta-Mesón El Conejo; el hecho de que aquellos hombres a los que sus esposas acababan de dar su día libre anual no hicieran ningún chiste fácil al respecto me hizo intuir que aquel era un establecimiento respetado. Mientras iba observando las fachadas blancas del barrio en el que entrábamos, La Juliana, me pregunté si no será que, cuando dicen que Algeciras es fea, lo que pretenden decir es que es humilde.No sé muy bien cómo escribir sobre aquel almuerzo sin que parezca que estoy haciendo publicidad, pero es que fue una gran sorpresa encontrar en La Juliana esa comida a la que aspiro cada vez que entro a ciegas en un restaurante de diseño de capital europea. Tuve que elegir un menú de entre tres y no resultó fácil escoger entre ensalada de codorniz escabechada con pimientos del piquillo y cebolleta tierna, medallón de foie confitado al cacao con gelée de manzana o langostinos gratinados con salsa de all i oli. Eran sólo algunos de los cuatro entrantes que componían cada menú así que fue uno de los platos principales el que inclinó la balanza: solomillo ibérico a la canela con frutos rojos y setas.Seguía con mi escepticismo, una de las principales características de aquellos restaurantes de la decepción que encuentro cuando viajo es la literatura de sus cartas, títulos exageradamente elaborados para disfrazar una cocina mediocre. Aunque, para ser sincero, la calidad del vino empezaba a destruir algunas de mis corazas.Juan Antonio Tadeo y Juan Santander fueron neutralizando el resto de mis defensas con cada uno de los entrantes que me hicieron llegar desde su cocina por medio de una amable, atenta y simpática camarera cuyo nombre hice mal en no preguntar. En resumen, cuatro entrantes, plato principal, postre y copa. Una cuidada presentación, combinación de platos típicos y apuestas más arriesgadas, satisfecho el estómago y satisfecho el paladar. Aquella comida se fue deshaciendo en mi boca con la alegría añadida de haber encontrado el restaurante donde seguir presumiendo de algecireño con mis amistades de fuera.El remate no fue su surtido de deliciosos postres caseros sino unos licores artesanos que perfeccionaron esa sensación de felicidad que siempre proporciona un homenaje gastronómico de tal magnitud.Pasaban por allí Pepe el Tordo y Juanirri con su zambomba, que acompañaron a la copa y al puro a golpe de chistes y villancicos. Excelente demostración de cachondeo navideño. Nadie contaba con que el almuerzo, además, incluyera espectáculo. Y yo, acabando con prisa este artículo a veinticuatro de diciembre para salir volando al lugar que me vio nacer, lejos de aquí. Renunciaré a la tarde de nochebuena en mi ciudad para cumplir con mis obligaciones de hijo pródigo, pero las próximas navidades, quien quiera pasarlas conmigo que se venga al Rinconcillo. Despego esta vez con la convicción de que, Algeciras, por mucho que te escondas, te encontraré cuando vuelva.
Sr. Gilmore