Carlos III, como nuevo rey de Inglaterra, se enfrenta a una realidad muy diferente a la de su madre, Isabel II, que logró al final de su reinado concitar un respeto casi unánime dentro y fuera de su país. The Guardían decía esta semana de ella: “Un centro estable en un torbellino de caos”.
Estos días de despedida a la monarca británica están diciendo adiós a toda una época. El mundo ha cambiado mucho desde 1952, el año de ascenso al trono de Isabel II. Entonces, Europa estaba gobernada por hombres que habían nacido en el siglo XIX y que sobrevivieron a la II Guerra Mundial.
Ahora (2022), los líderes son hombres y mujeres, aunque todavía mayoritariamente hombres, que no han conocido guerras y ni siquiera han hecho el servicio militar. Y muchos de ellos desconocen lo que es vivir bajo una dictadura.
Una Europa donde la desigualdad económica y el descalabro financiero de 2008 han socavado la fe en un futuro próspero, y en la que la guerra ha regresado. Una Europa, la de 2022, donde la amenaza viene de Moscú como en 1952. Stalin aun imponía su puño, cuando Isabel se convertía en monarca.
En 1952, la emoción predominante era la esperanza, hoy es el miedo. Europa aún tenía la ilusión de ser un actor importante en la marcha del mundo. Hoy Europa es una región en declive contra la cual se afirma el resto del mundo. ¿Será la UE capaz de resolver los problemas que afectan hoy en día a sus ciudadanos?
Pero el problema es más grave en el Reino Unido que en la Europa continental, porque Inglaterra se construyó sobre la idea de su victoria de 1945 en la guerra mundial y su heroísmo de 1940. Una imagen obsoleta, pero que ha servido para mantener la ilusión con la imagen perenne de su monarca: Isabel II.
La muerte de Isabel II significa constatar el fin de las ilusiones en la que el Reino Unido vivió desde el fin de la guerra. Esa ilusión se ha roto, y la realidad actual es que el Reino Unido sufre una desigualdad económica lacerante, de la que aún no se ha recuperado tras los duros años de austeridad que siguieron a la crisis económica y financiera de 2008.
La fractura del Brexit provocó una división en la sociedad británica que pervivirá durante años, así como un distanciamiento de sus vecinos europeos que se ha agravado con las continuas provocaciones de Boris Johnson en el Gobierno.
Escocia ha renovado con vigor su apuesta por el independentismo. Irlanda del Norte, el eslabón más débil en el divorcio entre el Reino Unido y la Unión Europea, está hoy más cerca de la reunificación con la República de Irlanda.
Finalmente, muchos países de esa Commonwealth, tan querida y protegida por la fallecida monarca, tienen cada vez mayor sentimiento republicano y ven la sucesión al trono como una oportunidad para soltar amarras.
Ante todos estos desafíos, Carlos III no cuenta con el carisma internacional de su madre. El nuevo rey tiene 73 años y escasa capacidad de sorprender. Ha tenido tiempo, a lo largo de todas sus décadas como heredero, de defender sus opiniones sobre el cambio climático, la arquitectura urbana o la desigualdad social.
Pero, la gran paradoja, y la gran dificultad de su reinado, reside en que la neutralidad que exige el cargo, la que ejerció su madre y a la que él mismo se ha comprometido, le impedirá seguir promoviendo las causas que resultan más cercanas a una generación de jóvenes británicos para los que la monarquía cada vez significa menos. Así están las cosas.