El problema de fondo, remarca la asociación en su informe (https://www.apdha.org/frontera-sur-19/), es que la gestión migratoria sigue realizándose desde un planteamiento claro de expulsión, sin ninguna duda. O peor, como se dice por algunos partidos de forma rotunda: que los migrantes no salgan de sus países, si salen que no lleguen y si llegan que no se queden.
La política migratoria actual de España y Europa pasa por crear Centros de Acogida y Atención Temporal (CATE) como el de Crinavis en San Roque cuya función es detener, identificar y expulsar a las personas extranjeras llegadas por puesto no habilitado o en situación irregular. No hay otra.
Si repasamos las cifras del año pasado (2018), el de mayor presión migratoria sobre España, llegaron por la Frontera Sur 64.120 personas, la mayoría (57.537) por vía marítima. Los marroquíes fueron la nacionalidad más representada (12.365 personas), seguidos por los guineanos (12.258) y malíes (9.471).
Más de 7.000 eran menores de edad, pero eso no importa porque para el Estado español no son niños, sino migrantes. Así que la desprotección de la infancia era y es evidente, sin hablar de una clara manifestación racista. Niños sin raza, ni condición, solo con su miedo, por la inacción de los Gobiernos.
Cuenta la historia que nuestros antepasados fenicios regalaban a la voracidad del fuego los cuerpos de sus primogénitos para ablandar los corazones de piedra de los dioses. Ahora nos hemos civilizado y en vez de lanzarlos a las llamas, los lanzamos al mar para morir en pateras atravesando mares inciertos, aunque de intensos azules. Pero ni por eso se ablanda el corazón de Europa.
En 2018 hubo otro dato estremecedor: 1.064 personas muertas o desaparecidas cuando intentaban alcanzar el sueño europeo. Desde que hace 30 años se documentó el primer naufragio de una patera, en cálculos de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía (PDHA), 7.780 personas han perdido su vida en la Frontera Sur.
Así que no puedo entender como un mar como el Mediterráneo, cuna de civilizaciones, símbolo de creatividad y capaz de engendrar a los mayores filósofos, músicos y artistas; y de expandir civilizaciones desde Mesopotamia a Egipto, desde la península de Anatolia y Troya hasta Macedonia, se haya convertido en una fosa común, en muerte embotellada.
Estamos llegando a un punto en que Europa y su mar Mediterráneo no tienen modelo que proponer ni siquiera a sus jóvenes. Los jóvenes están hartos de la alta cultura, de la alta civilización que no es capaz de oponerse a la barbarie. En Europa el peso del pasado es enorme. En cambio, el peso del futuro es muy ligero, ligerísimo. Y esto es un problema grave, porque miles de personas siguen esperando cruzar, porque morir en el lado equivocado solo depende de quien mira.
Por eso, no puedo entender que una sociedad democrática como la europea pueda tolerar sin pervertirse que miles de personas pierdan la vida cuando llaman a su puerta. Nos encontramos en un periodo transitorio con una demografía negativa. Europa ya no renueva su población y la pirámide se ha invertido por el lado equivocado. La civilización europea necesita recuperar su impulso vital y está obligada a dar una respuesta estructural acorde con sus valores al fenómeno migratorio, consecuencia inevitable de la globalización. Porque sin ninguna duda, otra España y otra Europa son posibles