Y así comenzó la representación, con una voz en off que, mecida por el sonido de las olas de la nocturna playa de Bolonia, evocaba los acontecimientos históricos que sirvieron de escenario de la desencantada España en la que nació Lorca.
Sobre el escenario, un piano de cola teatralmente arrinconado en una sábana blanca gigantesca, presagio de los guiños y los detalles estéticos de una obra que busca en todo momento la estilización de los universos interiores del poeta granadino.
A los pocos segundos, Javier Galiana llena el escenario con el tamaño de su físico y de su personalidad artística y arranca a las teclas del piano unos primeros sonidos negros de jazz que acaban convirtiéndose en sones de esa canción andaluza que evocan los que el propio Lorca sellara en el tiempo con la voz de la Argentinita.
Al mismo tiempo, Javier Viana y Nerea Cordero aparecen también en escena y presentan el coro polifónico que ya presidirá toda la obra. Tres actores, tres voces para representar las numerosas facetas de Lorca. Tres lorcas diferentes, mezclados, a veces intercalados a veces simultáneos, que muestran también la gimnástica flexibilidad polifacética de estos tres intérpretes andaluces.
El piano exquisito de Javier Galiana; su voz rotunda, llena de grava, sacada de los soníos más negros del jazz; su temperamento en las tablas. La presencia interpretativa de Javier Viana, siempre centro de la obra; su viaje de ida y vuelta por la percusión, por las percusiones, igual a los bongos que a la batería o al timbal en el agua. La asombrosa mutabilidad de Nerea Cordero, dardo certero como actriz; cuerpo volátil en la danza escénica; y prodigio en la voz, en las voces, capaz de interpretar un sinfín de registros de personajes en escena y de voces y estilos musicales en el canto… Un alarde neurótico de facultades el de los tres intérpretes, que sirve también de hilo conductor para la incondensable mutiplicidad de rostros y voces que ofrece el personaje de García Lorca.
Tras una introducción musical ad libitum, la obra engancha pronto al espectador en su hilo argumental, presentando al Lorca niño, y deteniéndose en cada una de las primeras etapas de la representación en cada una de las facetas que colmaron el espíritu del granadino en su niñez: las nanas y el calado que representaban para él como música de inexplicable dolor y belleza heredadas por las madres andaluzas; el campo y la inmóvil fuerza telúrica que su sencillez y cotidianeidad representan para el andaluz; y los teatros de títeres, los retablillos… un punto de inflexión en el que la obra se detiene de forma especial.
La línea recta argumental de la obra se convierte aquí en una explosión creativa en la que el espectador se siente uno más de aquellos niños de Fuentevaqueros que asistían junto a Lorca a esas representaciones de pueblo que hacían volar su fantasía, que construyeron buena parte de ese universo estético niño, infantil, metafórico, hermoso e imposible del teatro lorquiano. Colón, los Reyes Católicos y hasta un desorientado Quijote, evocando el retablo de Maese Pedro, se pasean de forma frenética por el escenario.
Entre tamo y tramo, mientras va avanzando la trayectoria del poeta universal, se entrecruzan en el guión monólogos extraídos de cartas, versos y declaracionees de Lorca. Entre todas ellas, Andalucía, el flamenco, el pueblo gitano, la sangre, el duende… todos los elementos que supusieron fascinación para el joven Lorca y que sembraron las raíces de los mitos lorquianos heredados por todos los andaluces y por toda la humanidad.
Los tres actores se ramifican con la llegada de la Residencia de Estudiantes, reconvertidos en Dali, Buñuel y Lorca, tres amigos entregados a la búsqueda intelectual de la verdad, de la belleza, de la exactitud artística. Y es aquí donde emana con más fuerza el elemento, junto a la música, más canalizador de la obra:; La palabra. La palabra como herramienta, como salmo, como método para alcanzar la obsesión artística.
Y es también aquí donde aparece el Lorca frustrado, ninguneado por sus dos amigos. Un momento que sirve de resorte para otro de los momentos clave de su vida… y de la obra: Su viaje a Nueva York. Un momento de catarsis para un magnificador de todos los detalles pequeños y que encontró en la gran urbe un estallido salvaje y agresivo para sus sentidos. Un momento de violencia poética que la obra logra hacer llegar al espectador de forma precisa.
Y, justo después, Cuba, con su mundo campesino, luminoso, telúrico y alegre que tanto le sanó y le hizo viajar de nuevo a su Andalucía eterna.
Y, en todos estos momentos, la música. La música como hilo, como medio para hacer llegar y comprender al espectador todos esos universos. Desde el quejío flamenco al jazz norteamericano o el son cubano.
Una sucesión de espejos en los que poder enfrentar a los distintos lorcas. Un espectáculo en el que poder reconocer, entender y saborear a uno de los poetas más universales de Europa, bajo la luz de su misma luna misteriosa, que baño la noche mágica de Bolonia una vez más.