Estamos viviendo un periodo preelectoral muy especial donde todos los días nos despertamos con encuestas del clima político y social de España tanto de medios públicos como privados. Casi parece que vamos al mercado y podemos comprar cuarto y mitad de encuestas o estadísticas bien curadas. Según los sondeos, la gente espera que pase algo y votará a quién mejor pueda hacer que ese algo suceda. Cada día tienen más claro que hay que elegir entre el inmovilismo del PP y un proyecto de futuro como el de Podemos, que ya ha bajado al terreno de las propuestas.
Los sondeos se oscurecen pero las estrategias se van aclarando. Mariano Rajoy ha contestado al enésimo intento de apartarlo como suele: anunciando que se volverá a presentar. Pedro Sánchez intenta proyectarse como el líder moderado capaz de efectuar los cambios que el presidente no sabe o no puede hacer. Para la gente Pablo Iglesias es el que tiene las ideas más claras para superar la crisis y el de mayor credibilidad y confianza. Alberto Garzón se ha empeñado en reeditar el “programa, programa, programa” de Anguita. Por su parte, Rosa Díez ya no sabe qué hacer, ni qué decir, para llamar la atención y ser aclamada como la única y auténtica viuda de España.
El escenario de confrontación electoral, que seguramente andaba buscando el PP para movilizar a sus votantes, ya se va perfilando. Ese escenario se dibuja sobre un espacio político claramente partido en dos, a un lado se sitúan todos aquellos que quieren cambio y al otro, el Partido Popular, único que promete no cambiar nada. Pero esa propuesta está en caída libre. El Partido de Mariano Rajoy pagará como ninguno en los próximos procesos electorales el malestar ciudadano y, especialmente, el clima de corrupción habido durante su mandato.
El debate sobre la reforma constitucional ofrece el mejor ejemplo y una clave sobre todo este proceso. El partido que no votó la Constitución de 1978, se ha quedado con la exclusiva de su defensa, simplemente a base de decir a todo que no. En las elecciones de 2015 los populares harán todo lo posible para convencernos de que debemos elegir entre la actual Constitución y las reformas que proponen todos los demás. Sin embargo, la ciudadanía necesita saber qué se pretende hacer. Así que si alguien tiene una propuesta articulada y coherente de reforma constitucional, ahora es el momento de enseñarla para que podamos elegir entre el inmovilismo popular y un proyecto de futuro que conozcamos todos, porque mañana será tarde.
Para hacer posible y real una España “democrática avanzada” que “asegure a todos una digna calidad de vida” como recoge el preámbulo de la vaciada Constitución de 1978, no tengo la menor duda de que es necesario un cambio constitucional, y para lograrlo es necesario transformar la mayoría social en una nueva mayoría política. La indignación tiene que entrar en las urnas. Solo así la indignación social se convertirá en un impulso político que haga posible una reconstrucción de nuestra democracia que culmine en una vida mejor para todos y una política más decente para nuestro país. Eso es lo que esperamos y deseamos todos. O casi todos.