Dag Hammarskjöld, secretario general de la ONU en los años cincuenta, repetía constantemente “La ONU no está para llevarnos al cielo, sino para salvarnos del infierno”.
En un mundo con calentamiento climático, dos guerras como las de Oriente Próximo y Ucrania, cuyas ramificaciones son impredecibles, y la democracia en retroceso en sus principales potencias, ¿no debería la ONU poner fin a tanta violencia y resolver todos estos retos internacionales?
Realmente, la ONU no está haciendo lo suficiente. Aunque hay secciones que funcionan bien (proveen casi el 80% de las vacunas del planeta), hay otras que no. Al menos su capacidad de respuesta no es la que debería, ni la que el mundo espera. También es cierto que el sistema fue diseñado hace casi 80 años, en contextos geopolíticos y socioeconómicos muy diferentes, pero la forma tiene que seguir a la función.
No sólo tenemos dos guerras, hay más de 100 conflictos armados por el planeta con grandes impactos para el bienestar de las personas, y en particular, para las mujeres. Se han celebrado 28 o 29 cumbres para tratar el cambio climático, pero las emisiones siguen creciendo, los países vulnerables al calentamiento siguen sufriendo y las migraciones, que por todo esto son cada vez mayores, se siguen cobrando vidas.
En fin, el mundo no está en su mejor momento. Sufre de problemas humanos que deben tener soluciones humanas. Primero habría que rediseñar algunas instituciones que tienen que afrontar estos problemas como el Consejo de Seguridad de la ONU. Es más apremiante que nunca, porque ya no representa la actual relación de equilibrio y fuerzas globales en Asía, Latinoamérica y todo el continente africano.
Por supuesto, ninguna cumbre ha resuelto los grandes problemas del mundo, pero al menos ayudan a tener claro hacia dónde vamos. Por eso, la ONU ha celebrado del 20 al 23 de septiembre su Asamblea General, y también un gran debate para aprobar el llamado Pacto para el Futuro. Este documento de 42 páginas y 56 acciones, entre otras, la ansiada reforma del Consejo de Seguridad para dar entrada a nuevos miembros fijos, pretende fijar los objetivos y necesidades de la organización internacional para las próximas décadas. El documento fue aprobado “por consenso”. ¡Aún hay esperanza!
El Pacto para el Futuro resulta esperanzador por cuanto asegura que el consenso internacional debe basarse en el multilateralismo y en la defensa de la dignidad humana, pero lo cierto es que provoca un sentimiento de angustiosa impotencia. Resulta estremecedor leer su contenido mientras se difunden las noticias sobre lo que ocurre en Sudán o Ucrania y, especialmente, sobre las acciones del ejército de un país creado por la ONU y considerado democrático como Israel.
En Gaza desde hace casi un año y en el Líbano desde hace pocos días, las fuerzas armadas de Israel, movilizadas tras el atentado terrorista de Hamás, han asesinado a decenas de miles de civiles, entre ellos niños y mujeres. También ha asesinado a decenas de periodistas y personal de Naciones Unidas, y han destruido infraestructuras civiles como conducciones de agua, escuelas y hospitales.
La formulación de los objetivos y propósitos del pacto choca tan radicalmente con la realidad y la falta de medios de Naciones Unidas para modificarla (la mejor muestra son los cascos azules españoles en el sur del Líbano), que es lícito preguntarse si tiene sentido impulsar un documento semejante ahora.
Aun así, el pacto merece ser leído y guardado para no olvidar completamente cuál es la razón de ser de la ONU y del derecho internacional. Así queda recogido uno de los compromisos de la comunidad internacional: “Condenamos en los términos más enérgicos los efectos devastadores de los conflictos armados en civiles, la infraestructura civil y el patrimonio cultural, y estamos particularmente preocupados por el impacto desproporcionado de la violencia en las mujeres, los niños y las personas con discapacidad, y otras personas en situaciones vulnerables en conflictos armados”.
La lista de decisiones adoptadas para garantizar el futuro de las nuevas generaciones es larga, pero esclarecedora. En ella se puede consultar qué es lícito y qué no lo es. Así comienza: “Los países firmantes del pacto decidimos: Adoptar medidas concretas y prácticas para proteger a todos los civiles en zonas armadas y en conflicto”. Y finaliza: “Hay que redoblar nuestros esfuerzos para poner fin a la impunidad y garantizar la rendición de cuentas por violaciones del derecho internacional humanitario, los crímenes más graves según el derecho internacional, incluidos el genocidio, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad y otras atrocidades”.
El Comité sobre los Derechos del Niño de Naciones Unidas informó el pasado 19 de septiembre que desde el inicio de la ofensiva israelí en Gaza han muerto más de 16.756 niños, al menos un millón han sido desplazados, 21.000 están dados por desaparecidos, 20.000 han perdido a uno o ambos progenitores y 17.000 se encuentran solos o separados de sus familias.
Según la Federación Internacional de Periodistas, han muerto más de 100 profesionales de medios palestinos, además han sido heridos otros 16, han desaparecido 4 y han sido detenidos 25, todos contabilizados por el Comité para la Protección de los Periodistas. Según datos de Aid Worker Security Database, han muerto en Gaza más de 196 trabajadores humanitarios, la mayoría empleados de Naciones Unidas. Por eso, la renovación se ha vuelto más necesaria que nunca.