El film transcurre en un pequeño pueblo costero que en el pasado había vivido de la pesca y que en el momento de la acción tenía a casi toda su población dependiendo de subsidios del estado. Una empresa pretende montar allí una fábrica que daría trabajo al pueblo entero pero era requisito indispensable que en la villa hubiera un doctor.En el momento más oportuno, un médico de cabecera llega provisionalmente a la aldea por mandato judicial (como alternativa a la prisión) y sus habitantes deciden convertir aquel lugar en el destino soñado para él. Ahí comienza la gran seducción. Tras una pequeña investigación previa, el alcalde en funciones averigua cuales son sus gustos y aficiones y todo el pueblo se pone manos a la obra para satisfacerlos. Así, cuando el médico llega a Sainte Marie La Mauderne, descubre que poseen un equipo de Cricket, su deporte preferido, que en el bar del pueblo sólo cocinan su platos favoritos, y que, casualmente, va encontrando monedas y billetes en el suelo cuando sale a pasear. No desvelaré si Sainte Marie La Mauderne consigue su propósito de hacer que el doctor se quede a vivir en el pueblo.Pues esa es la sensación que esta ciudad me provoca. El descubrimiento de pequeños detalles emotivos cada vez que salgo a pasear por sus calles o por sus playas. No me encuentro dinero por el paseo de la Cornisa ni tengo un deporte favorito, aunque me encanta contemplar a las piraguas salpicando de colores las aguas de nuestra bahía. Pero parece que alguien disponga para mí otras sorpresas que me hacen olvidar las cosas que no me gustan de la ciudad. Me emocionó, por ejemplo, el monumento a la madre. Por que los monumentos suelen homenajear a hombres ilustres o a hombres de guerra dando a entender que son ellos los pilares sobre los que descansa el mundo. Pienso que, realmente, esos pilares han sido siempre las mujeres que han dado a luz, cuidado, alimentado, querido, educado, protegido y, en ocasiones, soportado a esos futuros grandes hombres sin pedir nada a cambio aun a costa, muchas veces, de no ver cumplidas sus propias expectativas.Fue una simpática novedad descubrir que la calle Ancha se llamaba Regino Martínez y la calle Convento, Alfonso XI, me fascinó esa forma de llamar a las calles como se siente que se llaman.La última sonrisa me la arrancaron varios azulejos de colores poniendo nombre a una calle, la calle Rocha. Mi querido y recordado abuelo, utilizaba ese nombre para referirse a una cuesta empinada. Para ir a la plaza del pueblo había que subir la rocha y para volver, bajar la rocha. Paseando por la calle Sevilla reparé en el cartel y giré instintivamente para enfilar esa calle cuyo nombre me evocaba veranos de niñez en un pueblo aragonés. Eso fue lo que encontré, una calle empinada, lo que mi abuelo hubiera llamado una rocha. Acepción que no he encontrado en ningún diccionario y que Algeciras me devuelve a la memoria.Otra grata sorpresa que me brindó la ciudad la encontré en la avenida Fuerzas Armadas, a través de las paredes transparentes de una acogedora clínica dental. Para quien más y quién menos, acudir a su cita con el dentista resulta un tanto traumático, pero lo mío no podía esperar más, estos treinta y dos pedacitos de marfil necesitaban unas ligeras reformas. Me dejé aconsejar y di con la clínica a la que he estado acudiendo periódicamente durante los últimos meses. Ahora que los empastes terminaron, siento que la voy a echar de menos, que se me va a hacer largo el año que me queda para la próxima revisión.Y es que su equipo humano me recibió tratándome de usted y acabé por pedirles que me tutearan, me hicieron vivir mis visitas al dentista como quien va a tomar té a casa de unas nuevas amistades. Necesitaba ofrecerles unas líneas en este espacio que dedico semanalmente a contar lo que más me gusta de Algeciras.Conforme conozco la ciudad, me enamoro más de ella, de sus ojos grandes y de su cabello negro, ¿cómo no voy a ser feliz en un lugar en el que hasta ir al dentista mola?
Sr. Gilmore