Por Michael Ende
No recuerdo la edad que tenía cuando leí La Historia Interminable pero recuerdo perfectamente que fue el primer libro en el que sentí sumergirme. Hoy convierto este fragmento en unas Palabras de A M O R y te invito a parar en ellas.
Respira.
Deja por un instante aquello que estés haciendo y trae aquí tu atención.
Suelta.
Observa tu emoción ahora, pon nombre a tus sentimientos.
Respira.
Deja por un instante aquello que estés haciendo y trae aquí tu atención.
Suelta.
Observa tu emoción ahora, pon nombre a tus sentimientos.
Abraza tu tristeza si llega y no opongas resistencia. Como dice Pablo D’Ors, “no conviene resistirse, sino entregarse. No empeñarse, sino vivir en el abandono. Tanto el arte como la meditación nacen siempre de la entrega; nunca del esfuerzo. Y lo mismo sucede con el amor. El esfuerzo pone en funcionamiento la voluntad y la razón; la entrega, en cambio, la libertad y la intuición”.
Dejemos a las cosas ser, que lo que ha de acontecer, sea. La receta no es el esfuerzo. La clave está en el A M O R. Dejémonos aparecer.
Permite que te llegue el miedo, reconócelo si puedes.
Acoge el repliegue en ti mismo que supone la tristeza como un tiempo de reparación.
Dentro de lo animal, en tanto que seres humanos somos, es la emoción que permite evitar malgastarnos e invita a identificar muchas veces algún foco de dolor. Escúchala y despídete después con gratitud y cariño. Puede ser buena sirvienta pero muy mala señora y todos, igual que Atreyu, llevamos colgado al cuello el Signo del Esplendor para poder habitar la tristeza como estado transitorio.
Así que prosigue, confía.
Y no trates de salir corriendo.
Tú eres luz, belleza y gozo.
Déjate avasallar por la vida.
Que este lunes sea un día bueno.
Que estés bien.
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Michael Ende
La Historia Interminable
Una mañana, en cuya turbia luz el tiempo parecía haberse detenido, Atreyu vio por fin, desde una colina, el Pantano de la Tristeza. Vapores de niebla flotaban sobre él y de ellos surgían bosquecillos de árboles cuyos troncos se abrían por abajo en cuatro, cinco o más zancos retorcidos, de forma que parecían grandes cangrejos, sostenidos sobre muchas patas en el agua negra. Del follaje pardo colgaban por doquier raíces aéreas, como tentáculos inmóviles. Era casi imposible saber dónde era firme el suelo entre las charcas y dónde consistía sólo en una alfombra de plantas acuáticas.
Ártax resopló suavemente de espanto.
—Sí —respondió Atreyu—, hemos de encontrar la Montaña de Cuerno que está en medio de ese pantano.
Espoleó a Ártax y el caballito obedeció. Paso a paso, iba comprobando la firmeza del suelo y, de ese modo, avanzaban lentamente. Finalmente, Atreyu desmontó y llevó a Ártax de las riendas. El caballo se hundió unas cuantas veces pero consiguió siempre salir. No obstante, cuanto más profundamente se adentraban en el Pantano de la Tristeza, tanto más torpes se hacían sus movimientos. Dejaba colgar la cabeza y se limitaba a arrastrarse hacia adelante.
—Ártax —dijo Atreyu—¿qué te pasa?
—No lo sé, señor —respondió el animal—, creo que deberíamos volver. No tiene ningún sentido. Corremos tras algo que sólo has soñado. Pero no lo encontraremos. Quizá sea de todas formas demasiado tarde. Quizá haya muerto ya la Emperatriz Infantil y todo lo que hacemos sea absurdo. Vamos a volver, señor.
—Nunca me has hablado así, Ártax —dijo asombrado Atreyu—. ¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
—Es posible —contestó Ártax—. A cada paso que damos, la tristeza de mi corazón aumenta. Ya no tengo esperanzas, señor. Y me siento cansado, tan cansado… Creo que no puedo más.
—¡Pero tenemos que seguir! —exclamó Atreyu—. ¡Vamos, Ártax!
Le tiró de las riendas, pero Ártax se quedó inmóvil. Se había hundido ya hasta el vientre. Y no hacía nada por librarse.
—¡Ártax! —gritó Atreyu—. ¡No puedes abandonar ahora! ¡Vamos! ¡Sal de ahí o te hundirás!
—¡Déjame,—señor! —respondió el caballito—. No puedo soportar más esta tristeza. Voy a morir.
Atreyu tiró desesperadamente de las riendas, pero el caballito se hundía cada vez más. Atreyu no podía hacer nada. Cuando, finalmente, sólo la cabeza del animal sobresalía ya
del agua negra, Atreyu la cogió entre sus brazos.
—Yo te sostendré, Ártax, —le dijo al oído— no dejaré que te hundas.
El caballito relinchó una vez más suavemente.
—No puedes ayudarme, señor. Estoy acabado. Ninguno de los dos sabíamos lo que nos esperaba. Ahora sabemos por qué el Pantano de la Tristeza se llama así. La tristeza me ha hecho tan pesado que me hundo. No hay escapatoria.
—¡Pero si yo también estoy aquí! —dijo Atreyu— y no me pasa nada.
—Llevas el Esplendor, señor— respondió Ártax—, y te protege.
—Entonces te colgaré el Signo — balbuceó Atreyu—. Quizá te proteja también.
Quiso ponerle la cadena alrededor del cuello.
—No —resopló el caballito—, no debes hacerlo, señor. El Pentáculo te lo han dado a ti, y no tienes derecho a dárselo a nadie aunque quieras. Tendrás que seguir buscando sin mí.
Atreyu apretó su cara contra la quijada del caballo.
—Ártax… —susurró estranguladamente—. ¡Mi Ártax!
—¿Quieres hacer algo por mí todavía, señor? —preguntó el animal. Atreyu asintió en silencio.
—Entonces márchate, por favor. No me gustaría que me vieras cuando
llegue el último momento. ¿Me harás ese favor?
Atreyu se puso lentamente en pie. La cabeza de su caballo estaba ahora
medio sumergida en el agua negra.
—¡Adiós, Atreyu, mi señor! —dijo Ártax— ¡…Y gracias!
Atreyu apretó los labios. No podía decir nada. Saludó una vez más a
Ártax con la cabeza y luego se dio media vuelta y se fue.