Una frontera que Franco había cerrado el 8 de junio de 1969; que, trece años después, el 14 de diciembre de 1982, el primer gobierno socialista de Felipe González ordenó abrir, pero sólo para peatones, y que tardó otros dos años más en permitir también el paso a vehículos y mercancías.
Fue entonces cuando se convirtió “en una frontera que, con todas sus peculiaridades, funcionaba cuando menos como todas las fronteras del mundo”, un momento que marcó “un comienzo en una vía de normalidad” en las relaciones vecinales, en palabras de Peter Caruana, hoy ministro principal de Gibraltar, que recuerda cómo la gente vivió aquello “con mucha alegría”, aunque algunos también, en ambos lados, con cierto recelo.
Un acontecimiento histórico
Cuando la noche de la apertura definitiva Juan José Uceda se echó a la calle, como muchos, y cogió su coche para pasar la frontera, quería, de alguna forma, vivir directamente la apertura definitiva de una verja que ha marcado su vida y la de su pueblo.
Él se quedó “de la noche a la mañana” sin trabajo, como muchos de sus vecinos, cuando Franco decidió cerrar la verja de Gibraltar, un lugar al que desde hace tiempo se le conoce en el lugar como “la fábrica” de La Línea y en el que ahora trabajan cerca de 6.000 españoles en sectores como la hostelería, el comercio, o el cuidado de casas o personas.
Entonces, como muchos de sus compañeros, tuvo que emigrar a Londres, donde se formó una comunidad que dio lugar a que la capital británica diera a una de sus calles el nombre de esta localidad gaditana.”Muchas familias quedaron separadas. Había hermanas que tenían que hablarse a gritos una a cada lado de la verja”, cuenta en Gibraltar Sonia Santos, que recuerda cómo para unirse con familiares que había en La Línea tenía que ir en barco a Tánger y desde allí a Algeciras, para luego llegar a La Línea. “Mis hijos no vieron una vaca hasta que no se abrió la verja”, cuenta.
Uniformes sin bolsillos
Mientras, al otro lado, en La Línea, Manuel Bado, pensionista, recuerda que el cierre fue “muy dramático”. Además de paro, incomunicación y desabastecimiento, puso fin a un tiempo en el que los trabajadores gaditanos en Gibraltar vivían “en una democracia una parte del día y en una dictadura el otro”, cuenta.
Entre otras muchas anécdotas, comenta que Franco ordenó que los uniformes de los guardias civiles no tuvieran bolsillos para que no pudieran guardar las “propinas” que a escondidas les daban las personas a las que dejaban pasar algún trapicheo y que durante años las autoridades españolas en los 60 les obligaban a cambiar las libras de su sueldo en España. “Si ganábamos 80, nos daban 40”, asegura.
El cierre de esta frontera supuso tal falta de trabajo en La Línea que “en golpe de días hubo un descenso de la mitad de la población”, según explica el actual alcalde de esta población y diputado provincial, Alejandro Sánchez, que se refiere a aquella verja como “nuestro particular muro de Berlín”.
La primera apertura de la verja, a peatones, permitió que él, “entonces un niño”, pudiera completar por la tarde sus estudios en Gibraltar y la segunda que pudiera llegar hasta su escuela en bici, sin tener que andar al menos dos kilómetros.”Fue un acontecimiento” porque “había gente mayor que no podía caminar y que, a partir de entonces, tendría una oportunidad de llegar en coche hasta sus familiares y amigos”.
Y también fue un nuevo impulso económico para una localidad que nació hace ahora 140 años, menos de la mitad de los que dura el conflicto de Gibraltar, y que empieza a vivir intercambios culturales, deportivos o educativos que “hasta hace poco eran impensables”. “Hay muchas ganas de hacer cosas a nivel institucional, hemos metido esto por fin en una dinámica un poco más sana”, añade.
Algo que confirma Peter Caruana: “Ha supuesto un acontecimiento muy positivo para el desarrollo de Gibraltar y del Campo de Gibraltar”, afirma también Peter Caruana.
Aquella apertura “era buena por la política, por el comercio, pero la parte más importante es la humana”, asegura Maximilian, un taxista gibraltareño que refleja la peculiar idiosincrasia de una población que mezcla con una naturalidad inaudita rasgos y acentos tan dispares como los británicos y los gaditanos.