IAM/ALJ En esta crisis, que no se acaba de terminar, nos volvemos cada día más pobres debido a los recortes y ajustes en sanidad, educación y servicios sociales. Uno tras otro hemos ido perdiendo pedazos de herencia de la Transición y de los Pactos de la Moncloa, que fueron paradigma de dialogo y participación, pero que, desgraciadamente, a menudo hemos tenido que empeñar en la casa de préstamos de los poderosos para ajustar nuestra economía, para a cambio solo recibir un poco de calderilla.
El gasto público ha pagado la factura del drástico ajuste del déficit y hoy continúa en preocupantes grados de depresión. En síntesis, la inversión pública del año pasado contó con 30.000 millones menos que en 2009 y es muy probable que en el próximo trienio no pueda subir ni siquiera a tasas similares a las del crecimiento nominal. La inversión en Sanidad cayó en la década nada menos que el 37% y se hundió literalmente en Educación (el 50%). La inversión en infraestructuras y obra civil, esencial para mantener la calidad de los servicios públicos, también está hundida (ha caído el 60%). Por lo que las conexiones ferroviarias del puerto de Algeciras todavía siguen con vías del siglo XIX. Está claro que los diez años de recesión han dejado profundas huellas en la economía española y no pocas dudas sobre su evolución a medio plazo. El veredicto sobre la crisis es ambivalente, pero poco optimista. Por una parte, se ha superado una profunda depresión económica y se ha iniciado una senda de recuperación macroeconómica que parece garantizada durante los próximos tres años, a menos que estalle una nueva convulsión en el mercado global. Pero, por otro lado, los daños sobre el tejido económico no se han superado todavía, especialmente en el ámbito laboral que han sido terribles y dramáticos. El mercado de trabajo ha sufrido el mayor daño de la crisis, en él se ha cebado la recesión. No se trata sólo de que la tasa de paro de 2017 (16,5%) haya duplicado la de 2007 (8,6%), sino de que todavía hoy no se ha conseguido alcanzar los niveles de ocupación de diez años atrás. De hecho, España cuenta hoy con 1,35 millones de ocupados menos que entonces. La Seguridad Social tampoco se ha recuperado: cuenta con un millón de afiliados menos que antes de la crisis. Esta pérdida explica, junto con la caída de los salarios, las dificultades actuales del sistema de pensiones (18.000 millones de déficit el año pasado). Es evidente que la herencia de esta década crítica se ha proyectado sin remisión sobre los salarios. En diez años las rentas salariales han perdido algo más de 35.000 millones. Este descenso tiene efectos nocivos para el conjunto de la economía, primero por la debilidad de la demanda de consumo y después porque ha aumentado el número de ciudadanos en riesgo de pobreza (actualmente está ligeramente por encima de los 13 millones). Tales efectos deben ser corregidos de inmediato, pues afectan a la estabilidad del sistema y generan tensiones sociales y políticas que ya están en la calle, y no aguantan más, como las justas demandas de los pensionistas. Así que, 40 años después de la firma de los Pactos de la Moncloa, este país necesita un nuevo acuerdo para sostener la recuperación, sanear la economía y recuperar el empleo. En definitiva, un programa económico que cierre las heridas de la crisis que todavía están abiertas más allá de las buenas noticias sobre el PIB. Y, sobre todo, necesitamos recuperar el impulso político perdido. El Ejecutivo del PP no dispone de iniciativa política ni de flexibilidad negociadora para encarar cualquiera de los problemas que he citado. Se trata de involucrar a todos en este acuerdo o pacto, porque o bien los demócratas de este país acaban con la crisis o bien la crisis acaba con la democracia.